Por: Abraham Rivas Lombardi
Dice la primera Ley de Murphy[1] que “Si algo puede salir mal, saldrá mal”. El pasado 30 de Octubre de 2022 el electorado brasileño confirmó esta “ley” y eligió agónicamente al controversial Luiz Inácio Lula Da Silva para un inédito tercer período presidencial. Lula, el padrino político de la trama corrupta multinacional bautizada como Lava Jato volverá a las andanzas.
La onda expansiva de la elección de Lula llegó al Perú dos días después, cuando el Ministerio Público Federal brasileño comunicó al dream team de fiscales peruanos que la organización criminal Odebrecht S.A. – ahora denominada Novonor – había decidido “suspender” su cooperación con la Fiscalía peruana, la misma que permitió celebrar el muy criticado Acuerdo de Colaboración Eficaz aprobado por el Poder Judicial en Junio de 2019 y que ha sustentado las investigaciones anticorrupción contra algunos de nuestros principales líderes políticos de los últimos veinte años.
No es propósito de este artículo referirme a los estragos que la bribonada de Odebrecht – Novonor puede causar a los casos de la Fiscalía peruana, ya habrá tiempo para eso; mi objetivo es ligar el retorno de Lula al poder a una infame mácula en las relaciones entre Perú y Brasil que hasta ahora no tiene reparación.
El 18 de Marzo de 2020 publiqué en este mismo portal un artículo denominado: “Y LAS DISCULPAS DE BRASIL ¿PÁ´ CUANDO?” referido a esta materia y creo que la ocasión amerita evocar algunos de los conceptos expuestos en aquella opinión:
“… enterrado bajo el aluvión de informaciones sobre los escándalos de corrupción generados por las compañías brasileñas – Odebrecht, Queiroz Galvao, OAS, Camargo Correa y Andrade Gutierrez – en nuestro país, subyace un hecho político clave: la participación de los gobiernos socialistas de Brasil otorgando espalda política a sus empresas a fin que diseminaran sobornos en todo el continente a cambio de grandes contratos de obras públicas, apuntalando así la proyección geopolítica brasileña en América Latina.
El diseño era menos complicado de lo que se piensa. La dictadura militar brasileña (1964-1985) profundizó la ancestral idea de la proyección hegemónica de Brasil en América Latina, como contrapeso a la influencia de Estados Unidos. La llegada del Partido de los Trabajadores (PT) con Lula Da Silva al poder (2002) coincidió con el ingreso de Brasil al BRIC(S) que reunía a las grandes economías emergentes, desafiantes del poderío de las viejas potencias en el nuevo siglo; y con la enorme expansión económica que ha convertido al Brasil en la sexta economía del mundo (2018).
Entonces, en el gobierno del PT decidieron que era momento de incrementar su presencia política en el continente instrumentalizando a sus compañías las que penetraron en los países contactando y sobornando a las permeables élites políticas, mediáticas y empresariales, a cambio de los proyectos de infraestructura más importantes, con lo que se aseguraban enorme influencia política y económica. Aquella célebre frase de un nimio ex ministro peruano, “Odebrecht pone y saca presidentes”, es cierta: Odebrecht puso a Humala (2011) y sacó a PPK (2017-2018).
El esquema funcionó hasta que a algún ingenuo se le ocurrió infectar con dinero negro el sistema bancario de EE.UU. y ahí se acabó el juego, porque los estadounidenses aplastaron sin miramientos a los brasileños con multas millonarias y expulsión. El mensaje para Brasilia fue claro: en América hay espacio para una sola potencia hegemónica.
En el Perú están frescos y a disposición informativa los luctuosos ejemplos de la presencia de las empresas corruptas del Brasil. Entre las mayores sospechas de latrocinio tenemos a las interoceánicas, Metro de Lima, Gasoducto del Sur, Línea Amarilla, Trasvase Olmos, proyectos regionales, etc. consumadas en los gobiernos de Toledo, García II, Humala y cuyos verdaderos alcances conoceremos cuando finalicen los juicios donde se ventilarán responsabilidades personales y perjuicios al presupuesto público.
En todas estas obras el “procedimiento” era el mismo: precios sobrevaluados, malos expedientes técnicos, adendas y adicionales de obra, mayores gastos generales y productos finales de cuestionable calidad. Dentro del precio original estaban los sobornos de las autoridades, en el precio final una inmensidad de recursos públicos dilapidados y que significaron para los peruanos de a pie menos escuelas, menos profesores, menos hospitales, menos médicos y enfermeras, menos comisarías y policías, menos carreteras, menos agua potable y alumbrado público, menos remuneraciones, etc. etc. etc.
La plaga que llegó de Brasil arrasó con varias promociones de nuestra clase política y sembró enormes sospechas sobre la ética e idoneidad de nuestra clase empresarial. Sus responsabilidades penales y patrimoniales serán establecidas judicialmente y esperemos con la debida rigurosidad; empero, está pendiente la respuesta a una pregunta fundamental: Brasil ¿Y las disculpas para cuándo?.
Evidentemente, el regreso de Lula al poder que coincide con la presencia de Pedro Castillo Terrones en el gobierno del Perú, no augura ningún cambio positivo en la relación bilateral; por el contrario, el previsible alineamiento del agobiado Castillo con su colega brasileño puede tener dos efectos muy graves para los intereses peruanos: reforzará el respaldo internacional que los regímenes de izquierda en América Latina ya le brindan a Castillo y multiplicará los obstáculos para la investigación y juzgamiento de los políticos y empresarios peruanos que se corrompieron con los sobornos de Odebrecht, Queiroz Galvao, OAS, Camargo Correa y Andrade Gutierrez. Se cumple la primera Ley de Murphy.
O sea, no habrá disculpas por el pérfido intervencionismo en nuestra política y empresa, hasta que un gobierno del Perú, fuerte e independiente, las exija al Brasil.
[1] Jocosos enunciados pesimistas que inmortalizó el ingeniero Edward A. Murphy Jr. a mediados del siglo XX.